José Ayllón 1967

 

  El caso de Perdikidis, de origen griego y afincado en España desde hace años, después de haber confirmado su vocación de pintor, se presta para suscribir una supuesta analogía con El Greco. Lo que sería salirse de los cerros de Úbeda, ya que Perdikidis es, por encima de todo, un pintor de nuestro tiempo, así como El Greco fué un artista del siglo XVI.

  Por eso, al margen de rebuscadas coincidencias, ambos se hallan separados radicalmente por su falta de simultaneidad, hecho que se descubre con toda precisión si analizamos el último período de la obra de Perdikidis, que considero el más caracteristico y, por lo tanto, el que mejor define una personalidad afín al tiempo que vivimos.

  Si bien Perdikidis se dejó influir, durante los primeros años que residió en nuestro país, por la pintura española, su regreso a Grecia y su reencuentro con la cultura helénica marcó en él una nueva etapa que, al surgir por un proceso mental, se formulaba rigurosamente como una decantación del espíritu, alcanzado por el puro intelecto, en contraposición con su época anterior, mucho más temperamental.

  Observamos, pues, que hasta este momento Perdikidis desarrollaba en su obra lo que podríamos considerar conceptos fijados por la tradición y perfectamente clasificados por teóricos de las civilizaciones como normas inapelables. Pero, en su descargo debemos reconocer el fácil entusiasmo que tales teorías pueden despertar en los artistas, fundamentalmente preocupados por su destino, ante la ilusión de participar, siguiendo disquisiciones implantadas con premeditación, dentro de esa corriente genérica en la que, desesperados, pretenden integrarse como una solución para lograr su ansia de universalismo.

  Sin embargo, llega un momento en que la pintura, que sólo puede operar con realidades, le hace comprender que ésta comoda situación interior, la tranquilidad de saberse protegido, muestra su subordinación, su renuncia a la lucha. Y cuando se creía más libre, se apercibe de que se halla limitado por una idea abstracta de la existencia, en la que el hombre sólo tiene cabida como forma, sin ningún contenido expresivo.

  Constatando este hecho, del que se inhiben muchos artistas, puede producirse en el pintor su identificación con el hombre, sin que ello infiera un proceso estrictamente romántico. Yo diría, más bien, que esta condición se alcanza por un proceso ético, determinado por las responsabilidades que ejercen sobre él las diversas incidencias que configuran al ser humano. Es el caso de la presente etapa de Perdikidis en la cual, abandonando criterios preestablecidos, siempre de orden estático, se adentra en el individuo para reflejar su función humana, de orden dinámico. Para lograr este fin, deja de perseguir la recreación de un temperamento frente a la naturaleza o la plasmación de un pretendido absoluto estético. Se limita a exponer las consecuencias de una degradación moral, estado que le permite enriquecer su obra con la fuerza que desprende el sentimiento cuando manipula imágenes extremas, supeditadas únicamente a su propia definición.

  Por esta razón, aparecen por primera vez en sus cuadros el mal y el bien, pero no como un concepto abstracto, sino como algo real que alcanza a los individuos, que puede destruirlos, llegando por este camino a conseguir expresar en sus cuadros el dolor de la ineludible existencia, al plasmar una trasposición del sufrimiento físico que puede atenazarnos también en pleno día, bajo un cielo azul, junto al mar...

 

JOSÉ AYLLÓN Del catálogo de la exposición individual de D. P. en la Sala del Ateneo de Madrid, 1967