Aquella robustez y elegante serenidad, aquel oficio bien mimado, aquellas ordenadas superficies trabajadas con primor, sobre las que aparecían de cuando en cuando grecas y grafismos levísimos, son ahora contrastes de blanco y rojo, de amarillo y blanco, con telas pegadas, con rasgos de fuego. Todo esto es como una gran pasión penosamente dominada. Porque en Perdikidis la pasión no toma formas aparatosas de ira. En el Perdikidis abarrocado de hoy, el de ritmos diagonales, pesa el clásico de ayer– mesura y contención. Su mundo ha vuelto a poblarse de seres casi reales, de espectros casi humanos. Es ahora más fuerte y más humano que antes. Y también más misterioso, a pesar de su claridad. Es que el mito – no sólo en los títulos de sus obras, que no sería lo de menos – anda subterraneámente por aquí, animando las formas y los colores, haciendo vibrar la materia, pugnando por revelarse. Lo que hay en estos cuadros, bajo su lenta artesanía, es la lucha por descubrirse a sí mismo el pintor la imagen del mundo. Y por seo queda en ellos ese punto de preocupación y de batalla que da a la pintura de Perdikidis su máxima belleza y su inconfundible emoción.

 

JOSÉ HIERRO, Crónica de Arte, 1963